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Algunos paralelismos en nuestras respuestas a una guerra y a una pandemia

Ya no nos quedan palabras, esas palabras de verdad, o valen muy poco. Solo tropiezo en contradicciones como “no reconozco este planeta, una guerra era impensable” y al mismo tiempo escuchamos “este mundo no cambia, se repite la historia”. Si el mundo es el mismo, si la historia ya fue trazada y la conocemos, ¿Por qué nos sorprenden los acontecimientos? Hemos confundido la realidad, nuestro uso excesivo de lo que creemos es el sentido común, presuntamente, nos lleva a confundir, a no distinguir entre lo que queremos, lo deseable (o lo que no), y la cruel realidad. Recibimos señales inequívocas que ignoramos. Nuestro rechazo a aceptar la realidad nos deja ciegos, sordos, y en los momentos cruciales, prácticamente inútiles. Ese mismo deseo de bienestar nos conduce a borrar la historia, nos avergüenza y su eliminación se nos hace necesaria, no fuimos nosotros, nosotros somos otros, mucho mejores por supuesto.

Soy investigador científico desde hace 35 años, uno de muchos, una profesión que parece ser descubierta ahora, reconocida solo un poco, y por primera vez, como consecuencia del azar (una pandemia es resultado de un proceso aleatorio), y después de una desgracia mundial. Ya, por esta condición, muchos me negarán autoridad para escribir sobre cuestiones de letras, más aún sobre política. Sin embargo, en ese caso, se olvidarían de que la ciencia se sustenta en esa zona situada entre la curiosidad y el deseo, la observación unida a la voluntad para interpretar los fenómenos naturales. Y, que yo sepa, nada más natural que la política (para mí, un torpe intento de organizar el comportamiento de una especie que ha creído ser el mismo centro del universo).

En solo dos años, se han producido dos fenómenos, brotados desde el Este de nuestro actual orden mundial (curiosamente a la derecha del mapa, de momento) que dejarán huella histórica, aunque ya vendrán a borrar, o cambiar, la memoria. Por favor, absténganse los atrevidos a tergiversar el sentido de mi concepto de memoria histórica. Y también los que consideren aquí excesiva retórica, o demasiada lírica; es intencionada y que, cada cual sujete su vela. De hecho, a la pandemia de 1918 se le sumó de inmediato la primera guerra (¿casualidad?) y, de ambas, de esa y de la segunda, no parece que hayamos aprovechado mucho. Lo que más me llama la atención es la respuesta que ahora se ofrece del lado Occidental, del mundo democrático, de la civilización más bondadosa. Nos despertamos estrenando el año 2020 con el anuncio de un brote infectivo respiratorio agudo desconocido en una ciudad muy lejana, Wuhan, China. Como si la distancia existiera en esta globalización. Hoy, con un solo billete de avión, es tan fácil un contagio procedente de Australia que desde un pueblo vecino. En nuestro laboratorio trabajaron duro para desarrollar un test genético (PCR) siendo de los primeros a disposición mundial. No se entendió del todo, quizás no supimos comunicar bien, y cualquier preocupación se consideró de quimera alarmista. No hubo reacción, igual que no la hubo cuando Rusia se anexionó Crimea. La posibilidad de que Vladimir Putin fuera capaz de “infectar” a Kiev era, para casi todos, improbable, casi imposible. Primer paralelismo: la ceguera del avestruz. El coronavirus salta a Italia, Febrero’20, pero no se percibe riesgo. Asistimos al golpe de pecho de los sistemas sanitarios europeos, entre los que podría incluir ese patriótico “somos españoles, somos los mejores”. No hay motivo de alarma, no llegará, o estamos preparados si lo hace. En esta semana que hoy termina, Moscú se posiciona en el Donbass y reconoce dos nuevas republicas, síntoma inequívoco de que inicia pasos hacia su sueño imperialista. Solo conozco dos fuentes que, hasta el final, han mantenido la idea clara de que Putin iniciaría una guerra total a Ucrania, por todos sus flancos: una es el centro de inteligencia americano y la otra, aún más inteligente, Lyudmyla, mi compañera en casi todo, que cada vez que habla me asusta, siempre acierta. Pero siempre le escucho, o lo intento mucho. El resto de referencias, las que no creen equivocarse, las que confían en la magia de la palabra diplomática, en la OTAN, en la superioridad occidental, en la falsa creencia de que la cultura de la otra parte es simétrica a la nuestra, descargaban la ansiedad de su ceguera en un ”Imposible, no se atreverá”. Otra vez, se dibuja otro paralelo: nuestro ombligo es de naturaleza superior.

Marzo de 2020, y la CoVID-19 se extiende por España y por toda Europa. No hay plan, no hay tests, las mascarillas no son necesarias. Lo que debe prevalecer es el derecho individual, el de género es crucial bajo amenaza de machismo, el bienestar social, y cualquier otra consideración será tildado como enemigo de la democracia. Y punto. Solo dias después nos vemos volcados a romper la baraja, obligados al confinamiento, sometidos a la vergüenza de las contradicciones, a aprender el significado de la resiliencia, pero entrando con sangre. Inevitablemente, el inoculo ya se había producido y las sentencias a muerte, silenciosas y silenciadas, ya no tuvieron marcha atrás. El resto improvisación “y metafísica”. Ahora, hace solo algunas horas, llegamos a la madrugada de este fatídico jueves 24 de febrero de 2022, en la que me despierto con un beso y las lágrimas de quien me dice: “ha empezado la guerra”. Un dolor que no cesa. Otro momento que, aun entrando con sangre, ya borraremos. Y comienza la retahíla de palabras: que sorpresa, inesperado, no puede ser. ¿Sorpresa? ¿de Putin? ¿en serio no conocemos a ningún líder que hace y dice lo contrario al mismo tiempo? Tomaremos medidas, sanciones económicas, serán graves. Pero los muertos ya tienen nombre. Como si a la cepa rusa le afectara esta medicina, subestimando su capacidad de mutar y su inteligencia para escapar, su previsión para resistir. No podemos ayudar a Ucrania, no está en la OTAN, aunque lo hayan pedido desde 2008, ignorando el parecido entre este condimento y el que inició la II Guerra Mundial. El invasor ruso, que está cometiendo crímenes contra la humanidad, que serán condenados en el Nuremberg del siglo XXI, es hoy intocable. NO podemos hacer más, ¡que hipocresía!, las bombas no llegarán aquí (¿les suena?). Podría citar aquí a aquel político local que nos dejó una gran idea filosófica “Lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible”. Y aun así, todos a discutir las sanciones, con cuidado porque los cobardes podríamos perder algo del bienestar, nuestro ombligo no puede alterar su temperatura ideal. Unas vacunas nunca vistas pero de eficacia muy incierta, a tenor de la resistencia que se ha organizado este artista, reducto y reliquia de la guerra fría. Todo está por ver.

Finalmente, en ambos casos, he observado que toda responsabilidad se ha trasladado al ciudadano y a los que trabajan para su seguridad. Estos valientes soldados ucranianos, como me recuerdan a los héroes sanitarios de entonces. Servicio impagable, en ambos casos, sin protección. Para alcanzar casi la misma foto, solo nos falta salir al balcón y tocar las palmas. Signos de solidaridad como ahora la exclusión del deporte o de festivales europeos, ¡faltaría más!, que más bien parecen diseñadas a satisfacer nuestra moralidad. Sin embargo, solo veo una luz, sola pero intensa: cuanto emotivo mensaje de optimismo de la población civil ucraniana que no quiere oír otra cosa que recuperar la libertad, la vida que inevitablemente le van a robar, como si quisieran recordarnos algo que nosotros también perdimos. Nosotros también nos quedamos solos. Ahora ellos usan nuestro propio eslogan: “no pasaran”. Yo vivo con Ucrania desde Navidad de 2008, he conocido el alma de su pueblo. Cuanto honor he visto, que yo quisiera ver de nuestro lado, un lado que no reconozco, aunque sea el mío, en el que solo observo una falta de empatía. Que desastre. Y vuelta a improvisar. Qué desafortunada declaración de un responsable de relaciones internacionales de la Unión Europea, en castellano muy claro: “no se pueden pedir peras al olmo”. O más hacia el inframundo, algunos que han aprovechado rastreramente el vaivén para reivindicar demagógicamente su actividad política interna, que nunca detallaría aquí para contribuir a la sucia propaganda que buscan. Y otra vez el mismo final, muerte, lágrimas, decepción, impotencia, incertidumbre, más lágrimas, más muerte.

Y por todo, creo, ya no nos quedan palabras, o valen muy poco.

Orihuela, noche del 26 de febrero de 2022.

Antonio Martinez-Murcia, Investigador Científico

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